EICHMANN EN JERUSALEN
Arendt nos presenta a un Eichmann como un hombre
nada brillante, un fracasado en esa época, que anhelaba triunfar como fuese y
que obtiene un puesto de responsabilidad en la jerarquía nazi al demostrar su
capacidad para organizar el traslado de enormes contingentes de personas.
Hannah Arendt dice en el libro que en aquella época para tener un
comportamiento normal hacía falta ser excepcional. Pero este hombre era
bastante peculiar, tenía deseos de destacar, lo cual demostró el acusado, al admitir estar informado de que
el destino de toda aquella multitud era una muerte segura, se muestra
convencido de haber realizado un trabajo bien hecho, concienzudo y
perfectamente legítimo.
Arendt deja en claro
que el acusado no es el monstruo que se quiso presentar, sino uno más de entre
tantos burócratas del nazismo, que a fuerza de eficiencia y ubicuidad
pretendían escalar en la pirámide del poder estatal alemán. Un hombre
ordinario, despreciado por muchos de sus colegas y jefes, inofensivo y hasta
refractario al uso de la violencia en lo cotidiano, que mostró ser muy
eficiente en las tareas que se le encomendaban, pero que pese a ello nunca pudo
pasar de ser un obscuro Obersturmbannführer a cargo de una
subsección, muy lejos de los centros de poder donde se decidía cuándo, quiénes
y cómo poblaciones enteras terminarían su existencia en los campos de
exterminio del este europeo. Dejando a Eichmann como ejemplo de los muchos alemanes que se
limitaron "cumplir las órdenes", "cumplir las leyes" o
"hacer bien su trabajo", y que por lo tanto colaboraron, a veces de
manera activa, con la Solución
final, y que intentaron escapar a la culpa (ética y legal) precisamente
bajo esa premisa (como todos los militares que desde entonces han alegado
"obediencia debida" en diversas dictaduras militares).
Lo terrible del asunto es pensar que se trata precisamente de una tendencia humana generalizable, la de no oponerse al poder o a lo establecido incluso cuando este poder decreta cosas horrendas. Algunos jefes nazis y de las SS eran sin duda depravados, dementes, maníacos; pero la gran masa de los que colaboraron con ellos no podían serlo, debían moverles por lo tanto otras motivaciones. El caso de Eichmann parece paradigmático de este segundo tipo de personas, que son colaboradores necesarios del "mal", pero al mismo tiempo no tienen la sensación de formar parte de ese "mal" con el que colaboran.
El fiscal y los jueces no podían creer que Eichmann
fuera una persona “normal”, para ellos era un ser diabólico, un monstruo
antisemita que odiaba a los judíos. Sin embargo Arendt vio en Eichmann a
un ciudadano fiel cumplidor de la
ley que pudo dejar de “sentir” y eliminar la piedad meramente instintiva que todo
hombre normal experimenta ante el espectáculo del sufrimiento físico,
por esa obediencia ciega de funcionario que anulaba la facultad humana de
juzgar. Es propio de todo gobierno totalitario, decía Arendt, transformar a los
hombres en funcionarios y simples ruedas de la maquinaria administrativa y
deshumanizarlos. El contexto legal del nazismo daba cobertura a estas actitudes
y, por ello, tan solo los seres
“excepcionales” podían reaccionar “normalmente”, es decir, desde
criterios morales.
La crítica que Arendt realizó a los líderes de las
asociaciones judías que ayudaron en las tareas administrativas y policiales a
los nazis fue el tema que provocó más indignación. Según sus investigaciones,
la formación de gobiernos títere en los territorios ocupados iba siempre
acompañada de la organización de una oficina central judía, los integrantes de los consejos
judíos eran por lo general los
más destacados dirigentes judíos del país de que se tratara, y a estos los
nazis confirieron extraordinarios poderes. Estos consejos judíos
elaboraban listas de individuos
de su pueblo, con expresión de los bienes que poseían; obtenían dinero de los
deportados a fin de pagar los gastos de su deportación y exterminio; llevaban
un registro de las viviendas que quedaban libres; proporcionaban fuerzas de
policía judía para que colaboraran en la detención de otros judíos y los
embarcaran en los trenes que debían conducirles a la muerte; e incluso, como un
último gesto de colaboración, entregaban las cuentas del activo de los judíos,
en perfecto orden, para facilitar a los nazis su confiscación. Incluso
el trabajo material de matar, en los centros de exterminio, estuvo a cargo de
comandos judíos.
Otro aspecto
que provocó polémica, fueron las dudas sobre la legalidad jurídica de Israel a
la hora de juzgar a Eichmann, además, según Arendt, el tribunal de Jerusalén
fracasó al no abordar tres problemas: el problema de la parcialidad propia de un tribunal formado por los vencedores,
el de una justa definición de “delito contra la humanidad”, y el de establecer
claramente el perfil del nuevo tipo de delincuente que comete este tipo de
delito. Ya que “la premisa
común a todos los ordenamientos jurídicos es que, para la comisión de un
delito, es imprescindible que concurra el ánimo de causar daño. Cuando, por las
razones que sean, el sujeto activo no puede distinguir claramente entre el bien
y el mal consideramos que no puede haber delito”. Sin embargo en esta
circunstancia excepcional habría que modificar parcialmente ese criterio, pues
no libera de su responsabilidad a los causantes, así como aquél que presupone
que “cuando todos, o casi todos, son
culpables, nadie lo es”. La consecuencia jurídica en este caso, al
contrario que la mayoría de los hechos delictivos considerados hasta ese
momento, es que “el grado de
responsabilidad aumenta a medida que nos alejamos del hombre que sostiene en
sus manos el instrumento fatal”.
Por todo ello, hubiera sido imprescindible una revisión completa de los hechos y un tratamiento distinto y novedoso que tendría que haberse incluido en la legislación penal tanto internacional como de cada país en concreto antes de 1960. El mayor defecto fue, según la filósofa, que la acusación se basó en los sufrimientos de los judíos y no en los actos de Eichmann.
Por todo ello, hubiera sido imprescindible una revisión completa de los hechos y un tratamiento distinto y novedoso que tendría que haberse incluido en la legislación penal tanto internacional como de cada país en concreto antes de 1960. El mayor defecto fue, según la filósofa, que la acusación se basó en los sufrimientos de los judíos y no en los actos de Eichmann.
La lectura de esta obra nos pone delante de una
terrible realidad, la capacidad del ser humano normal y corriente de causar
daño a sus congéneres por ideales, lo pernicioso que es dejarse arrastrar por
las ideas dominantes en un momento histórico determinado y abandonar la
capacidad en manos de las leyes de un Estado totalitario, refugiándose en su
cumplimiento necesario. El colapso moral general que fue capaz de provocar el
nazismo en toda una nación como la culta Alemania y otros muchos países
europeos ocupados por ellos en los que el colaboracionismo predominó. E incluso
el colapso moral que produjo entre las víctimas para salvarse del exterminio
incluso negociando con los criminales. ¿Quién puede saber lo que cualquiera de
nosotros hubiera hecho en esas circunstancias? Sí sabemos que hubo seres
excepcionales que, perdidos en un océano de confusión, de muerte y de terror,
supieron discernir lo más elemental del comportamiento humano y se mantuvieron internamente
libres para discernir lo que estaba bien y lo que estaba mal. Seres
excepcionales para actuar con normalidad en momentos excepcionales. Su
existencia nos regala la esperanza en el género humano, ayer y hoy.
CONCLUSIÓN
El caso de Eichmann, y el lúcido
tratamiento que de él hace Arendt, me parece muy necesario para escapar de la
fácil tentación que nos asalta siempre que debemos afrontar la maldad:
atribuirla a la locura o a la condición de "monstruo" de quien sucumbe
a ella. Es comprensible que busquemos respuestas para actos tan horrorosos.
Pero creo que todo eso no es mas que un escape para enfrentar lo que afirma Arendt: el mal, al menos en la sociedad moderna, es una banalidad. Supone un simple dejarse llevar. Así, Eichmann ejemplifica como pocos el fin del sueño ilustrado: a mayor razón, no siempre corresponde mejor humanidad.
Un estado autoritario anula a la poblacion porque impone un
pensamiento unico, lo que se consolida con el solapamiento de los medios de comunicación
y que la humanidad podria volver a vivir un holocausto porque quien no conoce
la historia esta obligado a repetirla. El invocar el cumplimiento de un deber
no justifica los crimenes de lesa humanidad. Ademas que debe prevalecer el
principio de persona y existir un tribunal internacional que juzge delitos de
lesa huanidad que sea imparcial, que la ley debe prever este tipo penal pero
ademas las formas de participacion para poder graduar la sancion.